Por Armando Maya Castro
Durante décadas, las minorías religiosas de México y el mundo se han pronunciado por la paz y el respeto a sus convicciones, así como por el cese del acoso del que han sido objeto |
Para
las minorías religiosas de México y el mundo debe ser muy preocupante el
encuentro que se realizó el pasado 16 de mayo en el Vaticano (Domus Santa Marta),
en el que representantes de varios dicasterios vaticanos y de la Iglesia en
Italia reflexionaron sobre las respuestas para enfrentar el fenómeno de los
nuevos movimientos religiosos.
Antes
de ser elegido pontífice romano, el obispo Jorge Mario Bergoglio tuvo algunas
alusiones al fenómeno de las sectas (como él llama a algunos grupos religiosos
no católicos). En una de ellas señaló que, a pesar de la vigencia de la piedad
popular, “en las últimas décadas notamos una cierta desidentificación con la
tradición católica, la falta de su transmisión a las nuevas generaciones y el
éxodo hacia otras comunidades (en los más pobres hacia el evangelismo
pentecostal y algunas sectas) y experiencias (en las clases medias y altas
hacia vivencias espirituales alternativas) ajenas al sentido de la Iglesia y su
compromiso social”.
Aunque
hoy por hoy la Iglesia católica no lo proclama
a los cuatro vientos, en el pasado una de sus consignas fue esta: los
errores no tienen derechos. Ese fue durante muchos siglos el pensamiento de quienes
proclamaban a la Iglesia católica como la poseedora única e indiscutible de la
verdad, concepto que motivó el rechazo de los católicos a la existencia y
desarrollo de los grupos religiosos no católicos.
Bajo
ese principio, el romanismo negó a lo largo de varios siglos el derecho
fundamental de libertad religiosa, promoviendo simultáneamente la intolerancia y
la discriminación religiosa, fenómenos causantes de violentos conflictos y de
innumerables persecuciones en agravio de las personas y comunidades no
católicas.
Se equivoca quien piense que la larga y prolongada lucha en pro del reconocimiento de
los derechos humanos ha logrado la completa erradicación de la intolerancia
religiosa, misma que alcanzó su cenit durante la vigencia de la “santa inquisición”,
que controló de manera arbitraria y cruel las vidas de quienes disentían del
dogma católico, teniendo incluso la potestad de privar de la vida a los herejes
y blasfemos.
La
repulsa a lo diferente apareció en el seno de la Iglesia católica desde sus
mismos orígenes, cuando Constantino el Grande comenzó a tipificar como delitos
anticristianos la blasfemia y la herejía. De entonces a la fecha, la diversidad
religiosa no es bien vista por quienes creen que el error –o lo que ellos
conceptúan como tal– no tiene derecho a existir.
La
extinción de la intolerancia religiosa sería lo ideal, pero lo real es que ésta
sigue estando presente en nuestro tiempo, esperando el momento en que los
vientos del fanatismo soplen y que la mecha vuelva a encenderse para devorar
con sus implacables llamas todo lo que es opuesto al dogmatismo romano. Tenemos
que admitir que, a pesar de los nuevos aires de libertad, el sentido de
pluralismo y tolerancia de la sociedad actual es, por desgracia, débil, superficial
y sin raíces profundas. En mi opinión, las constantes violaciones del Estado
laico por parte de la clase política mexicana coadyuvan al debilitamiento de
nuestras preciadas libertades.
Nadie
puede negar que en la actualidad existen grupos y personas que suspiran por el
retorno de aquellos tiempos, en los que a través de leyes, amenazas y
prohibiciones se impedía la difusión de la doctrina de otras religiones. La
intransigencia dominante en aquellos tiempos era de tal dimensión que a los
judíos se les prohibía propagar sus creencias religiosas y tener en sus manos
la Tora. Trato similar recibían los integrantes de otras confesiones religiosas,
a quienes se les prohibía el libre ejercicio de su religión y la práctica de
sus ritos y ceremonias.
En
el siglo XIX, la “libertad de conciencia” llegó a ser considerada en documentos
pontificios como una derivación del indiferentismo. En su Encíclica “Mirari vos
arbitramur”, el papa Gregorio XVI decía: “De esa cenagosa fuente del indiferentismo mana aquella absurda y errónea
sentencia o, mejor dicho, locura, que afirma y defiende a toda costa y para
todos, la libertad de conciencia. Este pestilente error se abre paso, escudado
en la inmoderada libertad de opiniones que, para ruina de la sociedad religiosa
y de la civil, se extiende cada día más por todas partes, llegando la
impudencia de algunos a asegurar que de ella se sigue gran provecho para la
causa de la religión” (15 de agosto de 1832).
Habrá quien diga que el contenido
intolerante de esta encíclica, que rechaza de manera frontal las libertades de
religión y de conciencia, en nada nos perjudica. Puede que esto sea así, pero
nuestro deber será permanecer alertas, sobre todo al saber que el papa busca
contener el avance de las minorías religiosas establecidas en América Latina.
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