martes, 30 de octubre de 2012

LA INTOLERANCIA DE MARCEL LEFEBVRE



Por Armando Maya Castro




El día de mañana, con la ceremonia de clausura, llega a su fin el Sínodo de Obispos, que del 7 al 28 de octubre reunió en el Vaticano a 262 prelados de todo el mundo, con el propósito de celebrar el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II (1962-1965), y de preparar durante los días que han pasado la pretendida nueva evangelización.

A 50 años del inicio del Concilio Vaticano II, conviene mencionar la inconformidad que la asamblea conciliar ocasionó en algunos sectores tradicionalistas minoritarios de la Iglesia católica. Tal es el caso de la Hermandad Sacerdotal de San Pío X, movimiento cismático cuya doctrina se basa fundamentalmente en el Concilio de Trento, y para la cual el citado Concilio enseñó errores y “hay puntos que deben ser condenados porque contradicen abiertamente la Tradición, el Magisterio Papal y de los anteriores Concilios de la Iglesia católica”. 

La Sociedad de san Pío X fue fundada en 1969 por el arzobispo francés Marcel Lefebvre, quien se opuso a las reformas del Concilio Vaticano II y al rumbo que tomó la Iglesia católica después de éste, “particularmente en lo referente a la formación de los sacerdotes y en el acompañamiento de la vida sacerdotal”. Lefebvre pretendía que sus sacerdotes continuaran celebrando la Misa en latín, según el rito tridentino, en uso desde el siglo XVI.

Para 1971, Lefebvre seguía negándose a celebrar misa en lengua vernácula, como disponen las nuevas reglas del catolicismo. Sostenía que su negativa a aceptar las disposiciones conciliares se debía a que durante los trabajos del Concilio Vaticano II “dominaron los neoprotestantes y los neomodernistas”.

Aunque Lefebvre manifestaba constantemente su adhesión al Papa, no dejaba de afirmar que “la Iglesia, después del Concilio, se ha desviado de la ortodoxia: admite el sacerdocio de los fieles, ha impuesto un nuevo rito para la Misa, la cual deja de ser verdadero sacrificio para convertirse en Cena [y] reconoce el derecho de todo el mundo de tener la religión que quiera” (Daniel Olmedo, Historia de la Iglesia Católica, Porrúa, México, 1991, p. 705).

La postura de Lefebvre en lo concerniente a la declaración sobre libertad religiosa, que el Concilio Vaticano II dio a luz bajo el nombre de Dignitatis Humanae, fue de oposición y rechazo. El prelado francés consideraba que tal declaración comportaba una "ruptura de la tradición" y que en ella se enseñaban doctrinas explícitamente condenadas por los papas anteriores. 

Los documentos papales del pasado demuestran que Lefebvre  tenía razón en lo que decía, pues algunos de ellos condenaban de manera categórica la libertad religiosa. En la encíclica Quod aliquantum, publicada en 1791 como respuesta a la proclamación de la Convención francesa de los Derechos del Hombre, Pío VI condenó "esa libertad absoluta que asegura no solamente el derecho de no ser molestado por sus opiniones religiosas, sino también la licencia de pensar, decir, escribir, y aun imprimir impunemente en materia de religión todo lo que pueda sugerir la imaginación más inmoral; derecho monstruoso que parece a pesar de todo agradar a la asamblea de la igualdad y la libertad natural para todos los hombres. Pero, ¿qué mayor estupidez puede imaginarse que considerar a todos los hombres iguales y libres...?”

En 1832, el papa Gregorio XVI reafirmó dicha condena al sentenciar en su encíclica Mirari vos que la reivindicación de tal cosa como la "libertad de conciencia" era un error "venenosísimo". En 1864, el Syllabus de Pío IX condenó los principales errores de la modernidad democrática, particularmente la libertad de conciencia.

Marcel Lefebvre temía que la Iglesia en lo sucesivo se comportara abierta y tolerante con lo que el catolicismo ha calificado siempre como heterodoxia. Nada de eso ha ocurrido en los últimos 50 años. Sigue habiendo dentro de la Iglesia romana innumerables clérigos con un espíritu similar al de Lefebvre, que piensan que el error no tiene derecho de existir y que en este mundo sólo hay lugar para el catolicismo.

En 1970, Lefebvre fue suspendido en el ejercicio de sus funciones como obispo y sacerdote por el papa Paulo VI. En 1988, el papa Juan Pablo II lo excomulgó por su obra “Carta abierta a católicos perplejos”, y por haber consagrado, ilícitamente, a cuatro obispos. En 1991, una queja de la Liga Internacional contra el Racismo y el Antisemitismo (LICRA) provocó que fuera condenado “por incitación a la discriminación y por difamación”. 

Lefebvre ya no está, pero la intolerancia que aprendió en las encíclicas papales continúa viva entre sus seguidores. Ejemplo de ello es el obispo británico Richard Williamson, quien fue expulsado de los lefebvrianos el pasado 4 de octubre por “haberse distanciado de las autoridades de la Hermandad desde hace años”, y por negarse a “mostrar el debido respeto y obediencia a sus superiores”. Williamson cobró notoriedad en el mundo en el año 2008, luego de negar la existencia de las cámaras de gases y de minimizar el número de víctimas del Holocausto nazi.

La intransigencia de Lefebvre sigue también viva en algunos sectores del catolicismo, los cuales presentan la Dignitatis Humanae como prueba de que su postura actual es de apertura y respeto a las libertades fundamentales, algo que –por desgracia– no se ha visto reflejado en las acciones y declaraciones del clero en los últimos 50 años.

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