jueves, 17 de julio de 2014

A 86 AÑOS DEL ASESINATO DE OBREGÓN

Por Armando Maya Castro



Hoy, hace 86 años, fue asesinado el general Álvaro Obregón Salido, en ese tiempo presidente electo de México. El magnicidio fue perpetrado en el restaurante La Bombilla, de San Ángel, sitio al que Obregón asistió para celebrar el triunfo electoral que le aseguraba un segundo mandato presidencial.

Mientras que el oriundo de la hacienda de Siquisiva, Sonora se disponía a tomar sus alimentos, el cristero José de León Toral se acercó y, tras distraerle mostrándole las caricaturas que él mismo había hecho de algunos de los asistentes, sacó una pistola que descargó en la espalda de Obregón, quien cayó de bruces sobre su propio platillo. La muerte fue instantánea; no hubo tiempo de prestarle auxilio médico.

Este magnicidio tuvo lugar en plena cristiada, conflicto armado “que enfrentó [entre 1926 y 1929] a los gobiernos postrevolucionario de Plutarco Elías Calles y Obregón con la Iglesia católica y que costó al país alrededor de 70 mil muertos, la caída de la producción agrícola y la emigración de 200 mil personas”, escribe Rossana Reguillo en el libro Narraciones anacrónicas de la modernidad: melodrama e intermedialidad en América Latina.

Ocho meses antes, el ingeniero Luis Segura Vilchis, miembro de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa (LNDLR), había intentado asesinar a Obregón lanzando tres bombas de dinamita contra el coche de éste. Antes de que fuera detenido, el autor del atentado informó a Miguel Palomar y Vizcarra, vicepresidente de la LNDLR, que las órdenes se habían cumplido, pero que “debido al desajuste de los niples, las bombas habían fallado y que, al huir, Nahum Lamberto Ruiz había sido herido”. Aparte de éste, la policía detuvo en plena huida a Juan Tirado, uno de sus cómplices.

Las pesquisas policiacas lograron la localización y detención de Segura Vilchis, quien negó –al momento de su detención– haber participado en el atentado, presentando como prueba un boleto para la corrida de toros. Esta coartada convenció a todos de su inocencia, incluso al propio Álvaro Obregón. Sin embargo, al ser detenidos el sacerdote Miguel Agustín Pro y su hermano Humberto, el ingeniero se declaró culpable único del delito: “Yo asumo toda la responsabilidad moral y material del atentado dinamitero, del que fui director”, dijo.

El 23 de noviembre de 1927, el inspector Roberto Cruz mandó fusilar a todos los implicados, incluidos los hermanos Pro. La Iglesia católica sostiene desde entonces la inocencia del sacerdote Miguel Agustín Pro, a quien el papa Juan Pablo II beatificó en 1988, sin que tribunal alguno haya declarado su inocencia.

José de León Toral, a la semejanza de Segura Vilchis, no actuó sólo. Días antes de su criminal acción, sostuvo una conversación con la abadesa María Concepción Acevedo y de Llata, mejor conocida como la madre Conchita. El comentario de Toral a la “religiosa” fue este: “Acabo de oír un comentario en un tranvía: que un rayo fue el que mató al aviador [Emilio] Carranza y que fue castigo del cielo. ¡Cómo ese rayo no lo mandó Dios a Obregón o Calles!”. La monja le respondió: “Pues eso Dios lo sabrá, lo que sí sé es que, para que se componga la cosa, es indispensable que mueran Obregón, Calles y el patriarca Pérez”.

La Star automática calibre 32 con que Toral asesinó a Obregón fue bendecida por el jesuita José Aurelio Jiménez, quien se defendió en todo momento afirmando que cuando bendijo la pistola ignoraba el uso que el homicida le daría. El proceder de este sacerdote, de la madre Conchita y de todos quienes empuñaron las armas durante el conflicto cristero, fue totalmente opuesto al apacible proceder de Jesucristo, quien enseñó a los suyos que es más grande e importante la paz y el amor que la violencia y el poder destructivo de las armas.

En concordancia con el ejemplo y enseñanza de Jesucristo, los apóstoles enseñaron a los creyentes que es necesario seguir la paz con todos, incluso con los enemigos de la Iglesia, explicando a los fieles que la búsqueda de la paz implica alejarse de la guerra y no prestarse para bendecir armas cuyo uso es abominable ante los ojos de Dios, ya que se usan para dañar la integridad física de las personas que por mandato divino debemos amar.

Durante la Guerra Cristera, como ocurrió también en las cruzadas, el clero católico le restó valor e importancia al mandamiento bíblico “no matarás”. Si lo duda, analice usted lo que el 27 de marzo de 1927 escribía el arzobispo José Mora y del Río a Emeterio Valverde, obispo de León, Guanajuato: “Por aquí estamos todos muy optimistas respecto al resultado próximo de la actual contienda y éstos [los revolucionarios callistas perseguidores] mismos se consideran imposibilitados para sostenerse, pero oponen resistencia tenaz. A los soldados el grito de Viva Cristo Rey les causa tal efecto que dicen no poder disparar sus armas, de modo que lo que alienta a los heroicos defensores amilana a los contrarios”.


Leyó usted perfectamente bien, estimado lector. Los prelados mexicanos se sentían “optimistas” del uso de las armas y del resultado de la guerra. Para ellos no era lamentable que durante los enfrentamientos los soldados callistas se abstuvieran de abrir fuego contra quienes consideraban protectores de la Iglesia de Cristo y defensores de una noble causa. No creo equivocarme al afirmar que la enseñanza cristiana reprueba las criminales acciones cristeras, el optimismo de la jerarquía católica y el asesinato de Toral y sus cómplices. 


Twitter: @armayacastro


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