Por Armando Maya Castro
Sobre
la actual situación de la tortura en nuestro país, Rupert Knox, investigador de
Amnistía Internacional sobre México, hizo el siguiente señalamiento: “Las
fuerzas de seguridad de México siguen atacando a personas a las que consideran
enemigos, especialmente aquellas de las que creen que tienen vínculos con el
narcotráfico, sin poseer necesariamente pruebas reales. Esto ha dado lugar a
detenciones arbitrarias, tortura, desapariciones forzadas y homicidios
ilegítimos”.
Por
su parte, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos informó que sólo durante
el 2012 “había recibido 1.921 denuncias de violaciones de derechos humanos
cometidas por las fuerzas armadas y 802 contra agentes de la policía federal”.
Estos
casos de tortura confirman la necesidad de multiplicar acciones encaminadas a erradicar
un fenómeno que, mediante prácticas aberrantes y tratos vejatorios, atropella
cotidianamente los derechos humanos de las y los ciudadanos.
Me
queda claro que la tortura no es un mal de nuestro tiempo, y que es tan antiguo
como lo es en el hombre “el sentimiento de dominar con despotismo a otro hombre”.
Aunque nadie sabe con precisión cuándo se perpetró el primer acto de tortura,
la historia nos permite saber que esta práctica ha hecho de las suyas en
diversas etapas de la historia de la humanidad.
Algunas
voces sostienen que “la tortura tiene su origen en Grecia, donde aparece
estrechamente unida al sistema de justicia penal aplicada únicamente a los
siervos...". En esa nación "no se torturó a los ciudadanos pues se
pensaba que su 'noble' naturaleza les impedía mentir. Pero al interrogar a los
esclavos, la tortura era no sólo permisible sino obligatoria".
En
el Imperio romano, “la tortura “estaba institucionalizada y las declaraciones
de los esclavos obtenidas bajo tortura eran aceptadas judicialmente en el
tribunal”. Uldarico Figueroa, al referirse a dicho periodo, señala: "En
materia de castigos existía la pena de muerte (raramente aplicada a los
ciudadanos); la hoguera (para los esclavos y hombres libres de clase baja a
quienes se les aplicaba por conspirar contra los amos, a los sacrílegos,
desertores, magos e incendiarios); la lapidación; la crucifixión (para los
esclavos y clases bajas a los que previamente se les flagelaba y se les hacía
cargar la cruz hasta el lugar de su muerte); la furca (colgadura de una
horquilla grande hasta morir); el devoramiento por animales (para los esclavos,
extranjeros y sacrílegos); y las multas por (difamación)”.
En
aquellos tiempos, la cruz fue uno de los muchos instrumentos de tortura y
muerte que existieron. Entre los romanos, “nada era más despreciado, temido,
vergonzoso que la cruz”. Otros instrumentos de tortura de aquella época fueron
la corona de espinas, el martillo, los clavos y la pinza, el látigo y la lanza.
Al
hablar sobre este tema, es obligado hablar de la Inquisición, en cuya vigencia la
tortura alcanzó su cenit. El 15 de mayo de 1252, el papa Inocencio IV, alejado
de la doctrina de amor que predicaron y practicaron Jesucristo y sus apóstoles,
promulgó la bula Ad Extirpanda, señalando
en el mencionado documento papal “la finalidad de la Inquisición y su
metodología específica para actuar: la tortura".
En
la vigencia de la Inquisición, la tortura fue parte del ritual que esta institución
utilizó para obtener la “confesión del hereje”. Esta práctica inhumana, que el
Catecismo de la Iglesia Católica califica actualmente como “contraria al
respeto de la persona y de la dignidad humana", fue un medio que los
principales jerarcas católicos de la Edad Media consideraron legal y bendecido
por Dios para combatir la herejía.
En
el catecismo antes mencionado, la Iglesia romana intenta justificar el uso de
la tortura con las siguientes precisiones “históricas”: “En los tiempos pasados
se recurrió de modo ordinario a prácticas crueles por parte de autoridades
legítimas para mantener la ley y el orden, con frecuencia sin protesta de los
pastores de la Iglesia, que incluso adoptaron, en sus propios tribunales, las
prescripciones del derecho romano sobre la tortura" (CEC, 2298).
La
corona de espinas, los azotes, la crucifixión, la esponja empapada en vinagre,
y toda la flagelación que experimentó Jesús de Nazaret antes y durante su
muerte en la cruz, debieron provocar en los inquisidores católicos un
sentimiento de solidaridad con las personas que eran juzgadas por la
inquisición. Lamentablemente, este recuerdo no logró sensibilizar a los
dominicos ni atemperar la excesiva crueldad que estos inquisidores ponían en el
ejercicio de sus funciones.
La
abolición de la inquisición, el 22 de febrero de 1813, no representó el fin de la
tortura y los tratos degradantes. Estos males siguen dando de qué hablar en
nuestros días, a pesar de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de
las leyes que los distintos países han promulgado para erradicar dicho mal.
A
pesar de que en el sexenio pasado la tortura se disparó como nunca antes en
México, los gobiernos estatales y el federal no han hecho lo suficiente para
combatir y castigar los actos de tortura cometidos por servidores públicos.
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